Martín siempre ha sido diferente
al resto de la gente. De pequeño, solía escaparse de casa para ir a la
residencia de ancianos de su barrio en el Sur de Alpha
Librae. Su madre un día, intrigada, decidió seguirle en una de
esas escapadas. Esperó pacientemente durante las dos horas que Martin
permaneció dentro de la Residencia. ¿Qué haría su hijo, un niño de 7 años, en
un mundo hermético de veteranos? Al salir, Martín se ajustó sus enormes gafas y
mientras miraba a ambos lados de la carretera para cruzar la avenida, (tal y como le había dicho tantas veces su
madre) se ponía torpemente el abrigo que le habían regalado para su
cumpleaños. Ella no llegó a averiguar nunca qué había hecho el pequeño durante todo ese
rato y durante tantas tardes…
Martín era miope, buenísimo en
matemáticas, un poco patoso jugando al fútbol y montando en bicicleta. Le
gustaba leer los cómics que su hermano mayor le prestaba mediante la ceremonia propia
de cesión de privilegios otorgados por el Rey feudal a sus vasallos. Escapaba del mundo a través de las viñetas de Luc Orient y se sentía cómodo invadido
por alienígenas mientras imaginaba un mundo mejor en los dibujos de Eddy Pappe.
Era el raro de la familia, el raro de la clase, el raro de un mundo más raro
todavía…
Pasaron los años y Martín creció
atrapado en libros, cómics y discos de jazz que un viejo de la residencia, al
que siempre visitaba los domingos, le dejó cuando murió. Creció con el amor de
sus padres, con buenos valores, siempre tuvo pocos pero buenos amigos. Era
amable, listo como nadie. Tenía un sentido del humor tan fino, que pocos eran
los afortunados de tener una mente tan suspicaz de entender al joven Martín.
Tenía buen corazón, era sensato, respetuoso
y educado. Podría haber sido lo que quisiera, destacar en todo lo que se
hubiera propuesto. Pero decidió vivir en el lado lúcido de la vida, ser un tipo
tranquilo, dar amor sin esperar demasiado. En esta vida de locos, donde todos están
locos menos él, Martín podría ser un
perdedor.
Lo que nunca podrá saber su
madre, es que su pequeño de corazón inmenso, siempre había sido un soñador, y
que cuando se escapaba de casa para ir a la Residencia a visitar a los abuelos,
el niño sabía que la soledad era el dolor
más grande que podía sentir el ser humano. Enseñaba los cómics que le regalaba
su hermano a los abuelos, y por un momento les hacía volar entre platillos volantes y superhéroes espaciales . Se sentaba con
ellos a ver las noticias. Les acompañaba a la hora de merendar mientras les
contaba anécdotas del colegio. Les hacía olvidarse de la muerte por unas horas
cada tarde.
Martín podría considerarse un
perdedor en este mundo enfermo. Pero es que Martín no era de este planeta...
Precioso, me ha recordado cuando iba a ver a mi abuela viuda a su casa, tomabamos el mate y oíamos tonadillas en la radio de cretona. Precioso relato.
ResponderEliminarPrecioso, Silchichadas. Lo bueno es que hay muchos Martines de estos por ahí :)
ResponderEliminarMuy chulo Silvia. Enhorabuena.xx
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