Esta foto es de un verano de hace
unos 25 años. Cuando los veranos eran veranos de verdad.
Estamos en La Manga del Mar Menor, en una barquita de pedales, mis
hermanas mi madre y mi padre, que está haciendo la foto en el agua, que imagino
que no cubría, porque si no menudo atleta estaba hecho.
Mis hermanas están muy morenas,
por lo que imagino que sería el final de las vacaciones. Recuerdo que me fascinaban sus bañadores coloridos
y sus pelados a la moda. Están guapísimas, la verdad.
A mi madre se le ve relajada.
Ella es, la que más se merece las vacaciones, está morena también y lleva un
turbante en el pelo, que le da un aire de jequesa de Qatar.
Mi padre está contento, e intenta
encuadrar la foto sin cortarnos las cabezas, como suele hacer. Después,
probablemente, se fue al chiringuito a echarse una caña y leer el periódico.
Recuerdo como, esas vacaciones, pasaron
avionetas de RNE y tiraban a modo de bombas amarillas, el chisme ese que llevo
colgado en el cuello que tan de moda estaba en las playas esos veranos. Ahí
guardaba mis dinerillos, conchas, piedras y demás frikadas a modo del tesoro
del verano. No me quité el chisme ni un segundo en todas las vacaciones…
Todo mi universo de niña escuchimizada en un trozo del mar menor. Todo lo importante
para mí elevado a la categoría de vacaciones; sol, playa, chiringuitos, paletas
de tenis, bikinis de palmeras, noches de helados por el paseo marítimo todos
juntos. Apartamentos setenteros con camas plegables, pescaito frito,
excursiones, la juventud de mis padres y la nuestra.
El corazón me late fuerte cuando miro esta foto. Me hace gracia mi tipo,
soy desde luego la más feliz de la foto porque
no echaba en falta nada ni nadie en ese momento, lo tenía todo allí. No como
mis hermanas que tendrían media mente en sus amoríos y cosas de adolescentes.
Ser la pequeña hacía que todo fuera muy grande para mí.
Eran quince días al año, todos
los veranos los que cogíamos los bártulos y los metíamos a presión en el
Renault 9 blanco con destino a la playa. Quince días de achicharrarnos en la arena, de añadir pecas a mi cara y de tragar agua salada,, de pescar cangrejos, de hacerte amigos de veraneo y de olvidarte del resto
de mundo…
Ahora la miro y puedo reconocer la expresión de cada una de nosotras e incluso la de mi padre, que no sale pero está. Conservamos la esencia. Yo sigo atrapada en ese cuerpo, no quiero crecer, no quiero bajarme. Cuando la vida me trae nubes oscuras, me subo a esta barca de pedales y ya no hay miedo, pues estamos todos juntos y el agua nunca, nunca, nunca, por mucho que nos alejemos de la orilla, llegará a cubrir.